Por Damián Szvalb.
La discusión sobre si la salida de Evo Morales del gobierno boliviano fue o no un golpe de estado revela el grado de ideologización que condicionan los análisis y, más grave aún, las decisiones políticas en Argentina y en la región. Si bien siempre las opiniones están influenciadas, consciente o inconscientemente, por las ideas preexistentes de cada uno, resulta impactante como esto se ha exacerbado en el caso boliviano. Y esto es grave porque definir o no de golpe lo que pasó en Bolivia tiene consecuencias. Por ejemplo, si hubiera consenso de que lo fue, los países de la región podrían estar trabajando para presionar a las Fuerzas Armadas y a la oposición boliviana para que normalicen la situación bajo amenaza de aislamiento o sanciones (en casos de otros golpes de estado se hizo). Pero como la mayoría de los países latinoamericanos, salvo México y Uruguay, no lo consideran un golpe, le quitan gravedad a la situación, ya que suponen que en Bolivia siguen funcionando las instituciones y serán ellas las que acomoden las cosas.
Pero los posicionamientos ideológicos radicalizados cargados de resentimiento y deslegitimación hacia los adversarios políticos en varios países de la región, impiden consensuar políticas y actuar con el pragmatismo que los distintos casos requieren (el boliviano pero también el chileno o el de Ecuador). Además, en los últimos años se desarmaron instituciones regionales como la Unasur que, aunque imperfectamente, logró algunos éxitos políticos importantes para evitar que conflictos delicados en la región se agravaran (golpe de estado en Honduras, conflicto Colombia-Ecuador). El Mercosur, con Brasil y Argentina a la cabeza, también ha sido abandonado. Ese bloque ha demostrado potencial político para intervenir en algunas crisis regionales. En lugar de ellas, en la crisis boliviana actuó la OEA que no ha sabido o no ha querido hacer mucho por evitar esta escalada de violencia que no se sabe cómo terminará.
En la gravísima crisis que se vive en Bolivia aparecieron características que hacía mucho tiempo no estaban presentes en la región. Por ejemplo la cada vez mayor presencia de lo religioso en la política latinoamericana. Bolsonaro en Brasil, Piñera en Chile y ahora Jeannete Añez invocan a dios en situaciones de extrema tensión política. Siempre es una mala noticia que las exhortaciones religiosas pretendan reemplazar lo que dice la Constitución. El factor militar también se ha transformando en protagonista en la región. Las fuerzas armadas sostienen a Maduro en Venezuela, las bolivianas no acataron al poder político y le “sugirieron” a Evo Morales renunciar. Brasil tiene un vicepresidente militar y varios ministros de Bolsonaro también lo son. Y los países con graves problemas de narcotráfico incluyen a los militares para combatirlo. Así lo hacen Colombia, Brasil, México. Hay que decir que con pésimos resultados.
En Bolivia la situación es muy mala y es posible que empeore, por varias razones. En primer lugar, al igual que en Venezuela hay lo que se llama un “empate hegemónico” entre dos bloques antagónicos que no se aceptan mutuamente y que ninguno puede prevalecer sobre el otro. Por eso es impensado que la oposición boliviana, liderada por extremistas como Camacho y por el ex moderado Mesa, puedan imponer condiciones de gobernabilidad hacia quienes fueron despojados del poder (los seguidores de Evo que son muchos y tienen mayoría en las Cámaras). En estos casos siempre aparece la violencia.
Como si fuera poco, a esto hay que sumarle una región con países que acomodan sus decisiones políticas en función de sus posicionamientos ideológicos o intereses políticos internos y no sobre los hechos, y la falta de instituciones capaces de intervenir para ayudar a encauzar la vida institucional de Bolivia.