Por Damián Szvalb / @DamianSz.
La confirmación de la condena de Luiz Inácio Lula da Silva, que lo dejó al borde de ir a la cárcel y de no poder presentarse a las elecciones presidenciales de octubre, abrió un periodo de absoluta incertidumbre política en Brasil. Ahora, Lula buscará sobrevivir políticamente mientras quienes gobiernan intentarán construir un candidato que, además de garantizar la continuidad de las políticas actuales, sea competitivo. Frente a este panorama, será clave observar cómo reacciona la opinión pública, ya que eso podría condicionar las decisiones de la dirigencia política y empresarial.
A Lula le queda apenas un puñado de apelaciones para intentar cambiar su destino judicial. No lo logrará. Por eso sabe que tiene que recurrir a la política, donde claramente está mucho más fuerte: hoy es el dirigente con mayor intención de voto del país de cara a la votación de octubre.
Para llegar a las elecciones y eventualmente poder asumir, Lula está atado, más que a ninguna otra cosa, a la capacidad que él mismo tenga para movilizar a su partido y al vasto sector social que lo apoya porque añora aquellos años en los que las políticas de sus gobiernos le permitieron, por primera vez en la historia, salir de la pobreza. Solo una fuerte presión en las calles y en los debates públicos podría desacelerar a una Justicia que, sobre todo en las causas que involucran a Lula y al Partido de los Trabajadores (PT), parece seguir el ritmo que le imponen quienes gobiernan hoy Brasil.
Claro que es un desafío complicado. La sociedad brasileña, a diferencia de la argentina por ejemplo, no tiene a la calle como espacio preferido de disputa política. Esta desmovilización favorece al statu quo y son los acuerdos de las elites políticas y económicas las que provocan los cambios. Siempre desde arriba. Dilma y el PT saben muy bien de qué se trata: cuando sus ex aliados del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y sus históricos rivales del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) se organizaron un poco, encontraron un motivo para someter a Dilma a un impeachment lapidario para ella. No importó demasiado que se la acusara de un delito menor, muy alejado de los casos de corrupción que involucran a gran parte de la dirigencia política y empresarial brasileña. Dilma estaba sentenciada políticamente: no era ella quien estaba capacitada para hacer las reformas que el “establishment” económico necesitaba.
Para eso está el actual presidente, Michel Temer. Poco importa que su popularidad sea de las más bajas de la historia, ni que haya sido grabado reconociendo que pagó coimas. Solo importa que haga las reformas que, según los que toman decisiones hoy en Brasil, la economía necesita para retomar el rumbo que, hace no mucho, parecía conducir al país a posicionarse como potencia mundial.
Temer viene cumpliendo: logró ponerle límites, por ley, a los gastos del Estado, e impulsó con éxito una reforma laboral muy cuestionada por los trabajadores y muy festejada por las patronales, que la ven como un paso inevitable para elevar la competitividad y reducir el desempleo.
El presidente actual puede mostrar resultados importantes en lo económico: Brasil creció en 2017 luego de sufrir en 2015 y 2016 caídas del PBI del 3,5% y del 3,6%, su recesión más grave en varias décadas. Lula y el PT están convencidos que a muchos sectores de la población estas mejoras macro no les llegarán nunca. Sobre ellos Lula armará su estrategia de supervivencia política. Acorralado por la justicia, deberá activar a quienes vienen siendo golpeados por la recesión y que están sufriendo las consecuencias de la reformas. Lula también deberá apelar a que esta crisis active el recuerdo de tiempos mejores, cuando él gobernaba el país. Nadie cuestiona su exitosa política inclusiva (ni siquiera varios de sus más fuertes opositores) que le cambió la vida a millones de personas que vivían en la pobreza.
Solo una activa presión social podría hacer que el proceso judicial se lentifique y él no solo pueda presentarse sino también, si gana, asumir. Solo un segundo después de ser investido presidente podrá respirar tranquilo.
Es una apuesta difícil pero parece ser la última jugada que le queda. Sus rivales políticos no se quedarán quietos y todos están buscando al candidato que pueda darle un golpe definitivo a Lula y al PT. Tienen a su favor la decisión de la Justicia, que declaró culpable a Lula. También pueden utilizar la bandera del crecimiento económico. Tienen en contra que hoy no tienen un candidato que junte votos. Tampoco tienen mucho tiempo para encontrarlo.
Las primeras encuestas luego de la reciente decisión judicial marcan, aunque tímidamente, un apoyo al ex presidente. El PT machacará sobre la idea de la persecución y sostendrá a Lula como su candidato a presidente hasta las últimas consecuencias: a pesar de todo es el político con más chances de ganar la elección de octubre.
¿Podrá la Justicia definitivamente impedir que el candidato con mayor intención de voto se presente a la elección presidencial? ¿Cuán legítimo, más allá de lo constitucional, será el próximo gobierno brasileño si el candidato con más chances de ganar no puede presentarse? ¿Encontrarán quienes gobiernan a un candidato que les garantice la continuación de las reformas y que logre apoyo popular? Todas preguntas que tendrán su respuesta en los próximos meses.