La palabra “Brexit”, que luego del referéndum de 2016 se impuso como una manifestación de liberación para muchos británicos, es cada vez más una palabra que asusta. Gran Bretaña viene sufriendo las consecuencias de su decisión aún mucho antes de que la salida del bloque de los 28 se consume en marzo de 2019.
La actividad económica ha venido mermando en las islas, en contraste con el auspicioso crecimiento que han tenido otros países del bloque. La sociedad asiste de manera pasiva a un constante aumento del costo de vida. Y la economía sufre por la pérdida de inversiones que, espantadas por la incertidumbre que genera el día 1 después del Brexit, eligen dirigirse a otros países. Estas condiciones ofrecen un sombrío panorama sobre la nueva Gran Brataña post Europa.
Como si fuera poco, aunque como inevitable consecuencia, en el seno del equipo de gobierno de Theresa May la situación dista de ser la más favorable para encarar un proceso institucional de semejante magnitud. La grieta que existe en la sociedad sobre la salida de la UE, que se manifestó claramente en el referéndum, también se traslada al Parlamento y al gabinete gobernante. Impulsores y detractores del Brexit luchan internamente por imponer su postura, incluso a veces olvidando que la nación tomó una decisión y que ahora solo debe ponerla en práctica.
Todas estas circunstancias ponen a Gran Bretaña en una incómoda posición a la hora de negociar las condiciones de la implementación de su salida con la Unión Europea. El bloque sabe que Gran Bretaña tiene una economía poco atractiva hoy y que lo será menos aún cuando deje el bloque. Solo el tiempo podrá demostrar si Reino Unido hará bien o no en salirse del bloque. Lo que ya sabemos es que su economía está estancada y no presenta elementos para pensar en una pronta recuperación.
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