Por Carlos Segalis.
El conflicto en Medio Oriente ha entrado este miércoles en un nuevo espiral de violencia, luego de que el presidente de EE.UU., Donald Trump, reconociera a Jerusalén como la capital de Israel y anunciara el traspaso de la embajada de EE.UU. de Tel Aviv a la Ciudad Santa. Con esta decisión, Trump revirtió abruptamente décadas de política estadounidense –que planteaba que el status final sobre la disputada ciudad surgiría de negociaciones entre israelíes y palestinos-, y generó indignación en el mundo árabe, musulmán y en la comunidad internacional en general -incluyendo los 160 países que tienen relaciones diplomáticas con el Estado de Israel-. Estos últimos, vale recordar, mantuvieron siempre su postura de no reconocer a Jerusalén como capital de Israel, hasta que no se definiera su situación en el marco de un acuerdo de paz.
La pregunta que vale repetir en este caso, y que es fundamental en este conflicto, es: ¿por qué el mundo no reconocía (o no podía reconocer) a Jerusalén como la capital de Israel? Para responder esta inquietud hay que remontarse a distintos puntos: religiosos, políticos y jurídicos. En primer lugar, vale recordar que Jerusalén es terreno sagrado para las tres principales religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Para los judíos, Jerusalén es donde se encontraba su templo y el hogar de su único dios. Cada vez que fueron exiliados de su capital cultural y política en la antigüedad, soñaban con regresar, y el término “Sión”, el nombre de una de las colinas de la ciudad, se convirtió en sinónimo de la Tierra de Israel en general, y la base del nombre del movimiento que llamó al establecimiento de un Estado judío allí (el sionismo). Para los cristianos, Jesús, su mesías, murió en Jerusalén y volvió a la vida allí; su genealogía puede ser rastreada hasta el Rey David, quien estableció la monarquía unida en Jerusalén y cuyos descendientes, según la Biblia hebrea, incluirían al Mesías. Para los musulmanes, Jerusalén, es específicamente “la mezquita más lejana”, identificada con la mezquita Al-Aqsa, y fue el destino del profeta Mahoma en su Viaje Nocturno, desde donde ascendió al cielo para hablar con Dios. En todos los casos, y en función de las distintas creencias, cada una de estas religiones tiene un lugar en la Ciudad Vieja de Jerusalén que es el más sagrado, y es el foco de su pasión y compromiso más fuerte y profundo –el Monte del Templo, para los judíos, la Iglesia del Santo Sepulcro, para los cristianos, y Al-Aqsa, para los musulmanes-.
Ahora bien, como explica el periodista del diario israelí Haaretz, David B. Green, “cuando las Naciones Unidas, el 29 de noviembre de 1947, dieron su visto bueno a un plan para dividir Palestina en dos Estados, uno árabe y uno judío, dejaron a Jerusalén (que en ese momento tenía una gran mayoría judía) fuera de la ecuación, con la intención de que ésta y su entorno (incluida Belén) se convirtieran en un territorio separado administrado internacionalmente: un corpus separatum”. Como la historia indica, los judíos aceptaron originalmente el plan de partición, y su líder y futuro primer ministro David Ben-Gurion dejó en claro que la pérdida de Jerusalén como parte del Israel soberano era el “precio que tenemos que pagar» por un Estado en el resto del territorio.
Cuando los países árabes rechazaron el plan de partición y atacaron a Israel, estos últimos ya no se consideraron limitados por el plan original de la ONU. En 1948, “durante su Guerra de la Independencia, Israel mejoró su posición estratégica en la mayor parte del país, y en Jerusalén, cuando se establecieron las líneas de alto el fuego, Israel ocupó la parte occidental de la ciudad y los jordanos el este de la ciudad, incluida la Ciudad Vieja, donde se encuentran el Muro de los Lamentos y el Monte del Templo (o Explanada de las Mezquitas). Israel había luchado por Jerusalén, y ahora no estaba dispuesto a renunciar a ella”, agrega Green. De esta forma, la parte occidental de la ciudad quedó bajo control israelí, y la parte oriental bajo control jordano, con el paso entre ambas secciones severamente limitado.
Finalmente, Israel anexionó Jerusalén Occidental a su territorio el 5 de diciembre de 1948, y declaró a la ciudad su capital. Jordania, por su parte, anexionó a Jerusalén Este el 13 de diciembre, y también la nombró como segunda capital. Sin embargo, mientras persistió el estado de guerra entre Israel y el mundo árabe, no se podía llegar a un acuerdo sobre Jerusalén, y la ONU tampoco intervino con una solución. Por lo tanto, la cuestión de Jerusalén permaneció abierta, y oficialmente, la ciudad no fue reconocida como parte del territorio israelí o jordano. “Esto no significaba que los diplomáticos extranjeros no vendrían a Jerusalén a reunirse con funcionarios israelíes, sino que el hecho de reconocerla como la capital de Israel o de establecer una embajada allí equivalía a perjudicar cualquier acuerdo político futuro”, explica Green.
Luego, en la Guerra de los Seis Días de 1967, Israel ocupó la parte jordana de Jerusalén, y expandió las fronteras de la ciudad hacia el norte, el este y el sur, incluyendo varios árabes que no habían formado parte del área metropolitana. Con los años, Israel fue moviendo sus oficinas gubernamentales hacia la ciudad (muchas de ellas en la sección oriental), y llevó a cabo una extensa construcción residencial –barrios principalmente judíos- destinada a hacer que su control sobre toda la ciudad fuera difícil de revertir. En todos los casos, la comunidad mundial no podía reconocer los crecientes pasos unilaterales de Israel en Jerusalén Este (como tampoco la ocupación y colonización de Gaza y Cisjordania); y los palestinos, por su parte, nunca claudicaron en la condición de que la capital de su Estado futuro esté situada en Jerusalén Este.
Finalmente, a pesar de las infructuosas negociaciones entre israelíes y palestinos de los últimos 25 años, y teniendo en cuenta los distintos puntos de conflicto –los asentamientos israelíes en territorio palestino, el regreso de los refugiados, el hipotético intercambio de territorios, etc.- el debate sobre Jerusalén ha sido siempre un escollo durísimo. En este sentido, las partes nunca pudieron acordar un plan sobre cómo resolver esta disputa en particular, menos aún consensuar una soberanía compartida sobre Jerusalén. En consecuencia, y siendo que la comunidad internacional no puede imponer un solución (ni sancionar un nuevo status quo) a las partes sin que éstos acuerden entre sí, hubo un entendimiento tácito de que no se podía reconocer a Jerusalén como la capital de Israel.
Estas variantes –históricas, políticas y jurídicas- parecen no haberle importado a Donald Trump.