Los esfuerzos de distintos países por propiciar un cese al fuego en Libia han vuelto a verse frustrados. La renuncia del enviado especial de Naciones Unidas para el país, Ghassan Salamé, muestra a las claras el fracaso de la organización internacional a la hora de sentar a la mesa a las grandes potencias que podrían usar su poder para instar a las partes en conflicto a poner fin a la guerra civil.
Tras la renuncia de Salamé, se espera que el bloqueo a los depósitos de petróleo continúe y que, en consecuencia, aumenten los niveles de violencia política entre Trípoli y las fuerzas del autodenominado Ejército nacional libio liderado por Khalifa Haftar. Asimismo, cabe conjeturar que el embargo de armas establecido por Naciones Unidas -y ampliamente violado por Turquía y los Emiratos Árabes- no va a devenir en un castigo para éstos.
El funcionario tomó la decisión de abandonar su puesto en Ginebra ante la negativa de las potencias europeas a cooperar, así como también ante la voluntad de países como Francia para apoyar -aunque encubiertamente- a las fuerzas de Haftar junto a Rusia.
El caso libio pone en evidencia, una vez más, el resquebrajamiento de la autoridad ejercida por la Organización de las Naciones Unidas ante el poder de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad.