Por Carlos Segalis.
En la semana que concluyó, la casa real sunita que gobierna Arabia Saudita (uno de los principales aliados estadounidenses en Oriente Medio) tomó una serie de decisiones que pusieron de manifiesto, tal vez como nunca antes, su enfrentamiento con la chiíta República Islámica de Irán por la primacía regional. Pero, como si se tratara de una réplica de dinámica de los choques propios de la Guerra Fría entre EE.UU. y Rusia, este conflicto entre sauditas e iraníes tiende a librarse cada vez más en el territorio de terceros, donde cada actor juega sus fichas de acuerdo a la capacidad de movilizar aliados locales e imponer, a través de ellos, sus propios intereses.
Haciendo una breve recapitulación, diremos que, en tan solo siete días, el primer ministro libanés Saad Hariri se autoexilió por temor a un atentado en Arabia Saudita, desde donde anunció su renuncia a través de un mensaje televisado; el futuro rey saudita Mohammed bin Salman reforzó su control interno con arrestos miembros de la realeza, ministros e inversores, incluido el multimillonario Alwaleed bin Talal; luego, acusó a Irán de haber cometido una “agresión militar directa” al suministrar misiles a los rebeldes hutíes en Yemen –que Riad enfrenta-; y finalmente el gobierno saudita pidió a sus ciudadanos que abandonaran Líbano y les aconsejó que no viajen allí.
Según los sauditas, esta medida reflejaba el temor a que el grupo islamista chiíta Hezbollah –aliado a Irán- tome represalias contra sus ciudadanos, donde la milicia tiene un dominio político y militar abrumador. De hecho, fue Hezbollah quien acusó a Arabia Saudita de obligar al primer ministro libanés a renunciar, aunque pidió calma para contener la crisis desencadenada por su renuncia. Sin embargo, con el poder iraní ganando terreno en Irak y Siria –ya prácticamente libres de ISIS-, y Riad empantanado en una guerra con grupos hutíes aliados a Irán en Yemen, el nuevo enfoque saudí parece contemplar la desestabilización del Líbano y atacar el ascendente iraní allí.
“Los sauditas parecen haber decidido que la mejor manera de enfrentar a Irán es comenzar en el Líbano”, dijo un diplomático europeo esta semana a la agencia Reuters. De hecho, hasta ahora la lucha regional se había desarrollado en Siria, donde años de inversiones sauditas en grupos rebeldes que combatían al presidente Bashar al-Assad no pudieron resistir la intervención militar directa de Irán y Hezbollah (y Rusia, claro está). Y en Irak, las milicias respaldadas por Teherán y los comandantes iraníes fueron tan efectivas como el ejército iraquí apoyado por EE.UU., ambos fundamentales para recuperar ciudades bajo dominio del Estado Islámico.
El entusiasmo iraní por sus victorias militares llevó al alto mando Ali Akbar Velayati a pregonar el éxito de su alianza regional desde Beirut, declarando victorias en Irak, Siria y Líbano luego de una reunión con Saad Hariri. Pero su declaración a los medios fue vista como una gran provocación para Arabia Saudita, la potencia regional sunita con la que se está enfrentando. Según el analista David Ignatius, de continuar esta escalada “Arabia Saudita se arriesga a cometer el pecado original de la política moderna del Medio Oriente: luchar sus guerras regionales en Líbano e impulsar a ese frágil país una vez más hacia la guerra civil”.
Finalmente, surgió otra variable preocupante, según lo publicado por el analista David B. Shapiro en el diario israelí Haaretz. Según éste, “es plausible que los sauditas intenten crear el contexto para una forma diferente de confrontar a Irán en el Líbano: una guerra Israel-Hezbollah”, donde el grupo islamista utilice este enfrentamiento para consolidar el apoyo libanés a su domino luego del vacío que creó la renuncia de Hariri. Sin embargo, dice Shapiro, “los líderes israelíes querrán tener cuidado de no verse involucrados en una confrontación prematura por las maniobras de sus aliados que se sientan en Riad”. De lo contrario, el resultado puede ser catastrófico.