Ayer la población turca dio el visto bueno para que el actual presidente, Recep Tayyip Erdogan, tome atribuciones que le den un poder casi total. Luego del triunfo del “sí” en el referéndum, Erdogan transformará a Turquía en un país fuertemente presidencialista, en el que se elimina la figura del primer ministro y en el que el presidente podrá gobernar por decreto, disponer la suspensión del parlamento, designar miembros de la máxima autoridad judicial y elegir a los miembros de su gabinete sin aceptación de la legislatura.
Oficialmente, los partidarios de Erdogan sustentan estas modificaciones en la debilidad que supone el actual sistema de gobierno, en el que se necesita una coalición en la legislatura para gobernar, como sucede en la amplia mayoría de las democracias europeas. Sin embargo, bajo este pretexto, Erdogan fue mucho más allá y se atribuirá poderes y facultades reñidas con los valores democráticos y republicanos.
Desde Europa ya alzaron la voz y anunciaron que estas modificaciones pondrán en tela de juicio la incorporación de Turquía a la Unión Europea. De todas maneras, no parece ser algo que le importe a Erdogan, quien estando al tanto de esta situación, decidió avanzar de todas maneras. Turquía puede transformarse en un potencial conflicto para Europa. Su alianza con Rusia y su viraje hacia un sistema de gobierno mucho más concentrado lo alejan de los valores del viejo continente.