Los ojos del mundo están puestos en Bolivia. El complicado proceso electoral, con el que el presidente Evo Morales buscaba renovar su cargo por un período más, terminó prematuramente con su actual mandato y disparó el caos en el país.
Evo Morales estaba a punto de completar su tercer mandato como presidente de Bolivia. La Constitución boliviana marcaba que ya no podía ser reelecto, pero aun así Morales intentó torcer la institucionalidad. En febrero de 2016 impulsó la realización de un plebiscito para que la población validara un nuevo mandato, a pesar de lo que marcaba la Constitución. Pero la población le dio la espalda por 51,3% contra 48,7% y terminó con su sueño de lograr un nuevo mandato. Sin embargo, Evo le dio una vida más a su sueño y recurrió al Tribunal Constitucional para que permitiera su presentación, aún en contra de la voluntad del pueblo. Y lo logró: en diciembre de 2018, el Tribunal Electoral de Bolivia lo habilitó como candidato presidencial, bajo un argumento del Tribunal Constitucional, que consideró que la búsqueda de su reelección indefinida era parte de los «derechos humanos» de Evo.
En este marco, el 20 de octubre se realizaron las elecciones presidenciales para el período 2020-2025. Allí, Evo dio una muestra más de su intento de torcer la institucionalidad boliviana. En primera instancia, el presidente triunfaba sobre el candidato opositor, Carlos Mesa, por menos del 10% de votos necesario para imponerse en primera vuelta, situación que Morales debía alcanzar porque una segunda vuelta lo colocaba en desventaja frente al arco opositor. El conteo de votos se interrumpió durante la noche, y a la mañana siguiente los números marcaron que Evo se había consagrado en primera vuelta, como necesitaba. La palabra “fraude” se apoderó del proceso electoral. El rechazo de la oposición y el creciente descontento de buena parte de la población, que no le perdonó a Evo desconocer el resultado del plebiscito, comenzaron a gestar un clima tenso, que fue ganando en hostilidad. La Organización de los Estados Americanos (OEA), veedor de los comicios, intervino, y en un informe de carácter vinculante en el que marcó serias irregularidades en el conteo de votos, instó a oficialismo y oposición a repetir la elección. Evo aceptó y convocó a nuevas elecciones, pero la oposición percibió la debilidad y fue por más: pidió la renuncia. Buena parte del arco sindical se plegó al pedido. Y pronto llegó el toque final: las fuerzas de seguridad, amparadas en un artículo de la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas que les da la facultad de proponer soluciones al presidente ante conflictos de gran envergadura, notificaron al presidente que no reprimirían al pueblo y sugirieron a Evo renunciar. Morales no tardó en anunciarle a todo el país que le habían hecho un golpe de estado y que, por la paz de Bolivia, había enviado a la Asamblea Constitucional su renuncia.
Desde entonces, el caos se apoderó definitivamente de Bolivia. Hoy, escenas de violencia se suceden de manera permanente, especialmente en La Paz. ¿Evo fue el culpable o hubo un golpe de estado? Es un error pensar que ambas opciones son mutuamente excluyentes. Evo forzó la institucionalidad, intentó eternizarse en el poder y se burló de la voluntad de su pueblo. Pero cuando las fuerzas armadas dejan de responder al presidente, su jefe, por acción u omisión, están marcándole el camino de salida.