Por Carlos Segalis.
Dos años atrás, cuando Rusia comenzó a involucrarse en la devastadora guerra civil siria –donde ya han muerto aproximadamente 400 mil personas-, muchos analistas avizoraban una catástrofe para el presidente Vladimir Putin, quien, decían, se vería incapaz de sostener un despliegue militar a distancia y enfrentar una cantidad de bajas tal que le pondrían a la opinión pública en contra. Sin embargo, nada de eso ha sucedido.
Por un lado, los equipos y los hombres rusos se mantienen bien provistos de municiones, energía y alimentos utilizando los puertos mediterráneos de Tartús y Latakia. Por el otro, las bajas han sido relativamente pocas, debido a que los esfuerzos en el terreno son implementados por fuerzas leales al presidente sirio Bashar al Assad y milicias chiitas lideradas por oficiales iraníes. Rusia provee el soporte aéreo y asesoría militar de alto rango.
Lejos de ser un nuevo Vietnam o Afganistán, el involucramiento ruso en Siria le permitió a Putin “ponerse en el asiento de conductor” y “restaurar a Rusia como un gran poder”, como afirmó el ex Secretario de Defensa de EE.UU. Robert Gates en el foro anual de la Estrategia Europea de Yalta la semana pasada. El ISIS se encuentra en retirada, al Assad sigue en el poder y Rusia mantuvo a su aliado y posiciones estratégicas en la región: la apuesta parece haber rendido sus frutos.
No obstante, la intervención rusa en Ucrania y la anexión de Crimea presentan el resultado opuesto. “El ejército ruso tuvo que enviar fuerzas terrestres, lo que provocó la devolución de centenares de ataúdes. Además, hay millones de rusoparlantes que pueden quejarse de la escasez de alimentos y electricidad. Rusia no tiene más remedio que gastar millones cada mes apoyando las regiones separatistas y está invirtiendo miles de millones para un nuevo puente a Crimea, junto con gasoductos”, explicó en una columna el corresponsal del diario israelí Haaretz, Anshel Pfeffer.
A su vez, el involucramiento en Europa del Este expuso a Putin frente a los poderes occidentales, que le impusieron un conjunto de sanciones que no están dispuestos a eliminar tan fácilmente, a pesar de que Rusia haga por ellos el “trabajo sucio” en Siria. El bastión ucraniano, por el que tanto ha luchado el mandatario ruso, sigue siendo inestable, caro y no reconocido por el resto del mundo.
Frente a este escenario, en marzo del año que viene Putin deberá enfrentar una nueva elección presidencial. Todo indica que conseguirá seguir al frente de su país por seis años más, y que tiene la intención de continuar su estrategia de restaurar a Rusia como uno de los principales jugadores de la arena internacional –especialmente aprovechando los vacíos de poder dejados por Obama y la inacción de Trump-.
Pero como asegura Anshel Pfeffer, “con una población que se reduce y una economía en contracción producto de la disminución de los ingresos procedentes de las exportaciones de energía, existe un límite de tiempo para que Rusia siga golpeando por encima de su peso. Después de la elección, Putin podría tener que tomar medidas drásticas, tanto en el país como en el extranjero”.