Por Damián Szvalb / @DamianSz
La popularidad del presidente norteamericano, Donald Trump, se desploma. Apenas el 36% de la gente aprueba su gestión a solo seis meses de haber asumido, lo que refleja una disminución de seis puntos con respecto al último estudio realizado en abril. En este contexto, representa un desafío tratar de distinguir luces y sombras de un gobierno gris. No parece tarea sencilla pero vale la pena intentarlo, sobre todo para proyectar el futuro del que sigue siendo el país más poderoso del mundo.
Internamente le ha ido mal, el balance es claramente negativo. No pudo avanzar en dos de sus grandes promesas de campaña: la destrucción del Obamacare y el freno a la entrada de inmigrantes. En el primer caso fue la política quien le puso freno. Los demócratas, como se esperaba, se le plantaron. Pero también sus propios legisladores republicanos lo cuestionaron por proponer una reforma liviana. Respecto de los inmigrantes no se cansa de chocar con la dura pared que le ha puesto por delante la Justicia. Su iniciativa para impedir el ingreso de ciudadanos de varios países, todos con mayoría musulmana, no avanzó. Más allá de sus incendiarios tweets quejándose de los jueces, impropios para un presidente e inofensivos a la hora de generar presión, Trump aceptó las derrotas parciales y volvió a la carga tratando de buscar intersticios jurídicos y políticos para mostrar a sus votantes que lo suyo va en serio.
En el plano internacional, las encuestas también le devuelven una realidad penosa. El 48% de los encuestados percibe un debilitamiento del liderazgo global de Estados Unidos desde la llegada al poder de Trump. Sin embargo, en política exterior le ha ido mucho mejor que en casa, quizá porque nunca dejó en claro cuál es su política exterior. La orden de atacar al régimen de Bashar Al Assad días después de que éste usara armas químicas fue su primer éxito como presidente. Recibió respaldo interno de republicanos y demócratas y de muchos líderes europeos. Lo interpretaron como una acción de advertencia a Vladimir Putin, que en Siria, desde 2014, viene haciendo lo que quiere para sostener al régimen.
Tardó 100 días en salir de su país y lo primero que hizo fue recomponer lazos con Israel y Arabia Saudita, dos grandes aliados de Estados Unidos que habían terminado muy golpeados con Barack Obama. Con este movimiento la advertencia fue para Irán. No fue casual que pocos días después, los saudíes, con Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Egipto, anunciaran un boicot contra Qatar acusándolo de crear inestabilidad en la región apoyando a grupo terroristas y, sobre todo, de ser cómplice de Irán.
Trump está aprovechando lo que el establishment más duro le criticó a Obama: haberse desenganchado irresponsablemente de Medio Oriente, permitiendo, primero, que ISIS se expandiera borrando las fronteras en países como Siria e Irak. También lo acusan de dejarle el camino despejado a Irán y Rusia, que tardaron menos de un instante en ocupar el vacío dejado por Estados Unidos: se transformaron en actores clave en un Medio Oriente que, en los últimos 40 años, Estados Unidos manejó a su gusto.
En este lapso, Trump también participó en sus primeras cumbres (Otan, el G7 y el G20). Allí apareció bastante aislado del resto, sobre todo en materia ecológica, con su insistencia de abandonar el Acuerdo de Paris, y comercial, al seguir sosteniendo políticas proteccionistas frente a sus defensores. Sin embargo no todo es lo que parece ser. Es probable que la dureza que muestra públicamente en esos temas sea más un mensaje dirigido hacia el Estados Unidos profundo, es decir hacia el núcleo duro de sus votantes que en definitiva fueron clave para que gane la elección, que un posicionamiento inflexible producto de su convencimiento. Las necesidades políticas por encima de cualquier otra cosa.
Queda la sensación que a la hora de acordar la letra chica, sin los flashes tan encima, Trump ceda mucho más de lo que se pueda imaginar. Sabe que no hay margen para aislarse de sus aliados y socios internacionales en estos momentos de tanto desorden mundial. Su reciente visita a Francia y su excelente sintonía con Macron (hoy por hoy, el líder político europeo que despierta mayor expectativa), así lo demuestran. Es tal la relación, que Macron incluso dejó traslucir que “convenció” a Trump de no abandonar el Acuerdo de Paris, algo que es improbable que haya hecho sin consentimiento del propio Trump.
Es claro que no ha podido aun alcanzar consensos dentro de su partido ni mucho menos con los demócratas. Por eso, mantener cerca y expectantes a sus votantes es clave para Trump. Quizá sea el único apoyo firme que le queda en un contexto de extrema debilidad política debido al Rusiagate.
Las posibilidades de que pueda desatarse una ofensiva política frente a las escandalosas revelaciones de complicidad entre el gobierno de Putin y la mesa chica de Trump durante la campaña electoral, cobran cada vez más fuerza. No obstante, los legisladores que tendrían que avanzar en un eventual juicio político saben que Trump todavía goza de mucho respaldo en el corazón profundo de Estados Unidos, que en su mayoría mantiene un sentimiento anti establishment muy fuerte. Son aquellos que quedaron en la banquina de la revolución tecnológica y de los beneficios de la globalización. Los que se entusiasmaron con el discurso trumpiano de recuperar la grandeza norteamericana. Ellos siguen creyendo en él. Son, en definitiva, quienes se hicieron oír en las últimas elecciones y lograron lo imposible: poner a Trump como presidente de Estados Unidos. Después de eso ya nadie podrá ignorarlos.