Por Carlos Segalis.
Esta semana, las repercusiones de los violentos sucesos de Charlottesvile (Virginia) –donde se enfrentaron supremacistas blancos y neonazis y manifestantes antifascistas- fue uno de los principales temas de la agenda mediática estadounidense. La aparición en la escena pública de grupos de ultraderecha, el asesinato de una joven manifestante que se oponía a estos grupos y la tibia respuesta de Donald Trump frente al hecho (condenando la “violencia en ambas partes”) dominaron el debate periodístico, tanto en el país norteamericano como en buena parte del mundo.
Sin embargo, hubo un hecho trascendental que puede acarrear consecuencias impredecibles para la ya alicaída administración Trump. Entre el coro de voces que criticaron su condescendiente postura para con la “alt-right” (neologismo popularizado para describir a los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense), se sumaron con pronunciamientos públicos los principales jefes militares norteamericanos, es decir, los generales y almirantes responsables de las Operaciones Navales, el Cuerpo de Marines, el Ejército y la Fuerza Aérea, junto con el jefe de la Guardia Nacional.
Paradójicamente, lo hicieron a través de la plataforma virtual preferida de Trump: la red social Twitter. A través de sus respectivas cuentas, los máximos jefes militares estadounidenses se rebelaron contra la ambivalencia de su Comandante en Jefe, y condenaron el odio racial, el extremismo y la intolerancia, a la vez que resaltaron que hechos como los de Charlottesville eran inaceptables y no podían ser tolerados. “Está en contra de nuestros valores y todo lo que hemos representado desde 1775”, aseguró el General Mark A. Milley, Jefe de Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos.
Pero, ¿por qué esta rebelión en una institución tradicionalmente conservadora, tradicionalista e identificada con los “valores sureños” –cuyos estados están representados desproporcionadamente por la ubicación de bases, campamentos y cuarteles generales-? Según varios analistas castrenses, la serie de cambios “desde afuera” que le fueron impuestos al ejército estadounidense (el fin de la segregación racial, el ascenso de minorías, el respeto a las mujeres, la política “no preguntes, no cuentes” con respecto a la homosexualidad) modificaron la base demográfica de la institución, algo con lo que Trump no contaba.
“El ejército estadounidense se derrumbaría si los soldados negros partieran mañana en protesta por el apoyo tácito a los racistas de parte de su comandante en jefe: comprenden uno de cada cinco en las fuerzas terrestres; uno de cada seis en la Fuerza Aérea y la Marina de los Estados Unidos; y uno de cada 10 en los Marines. El mando militar no puede permitirse tal fisura”, aseguró esta semana en una columna de opinión el especialista en Defensa y Asuntos Militares, Amir Oren. La institución ha llegado a un punto en el que sus principales mandos no puede aceptar ningún tipo de coqueteo con la extrema derecha, y menos aún condonarlo en su Comandante en Jefe.
Como corolario, hacia final de esta agitada semana presentó su renuncia Steve Bannon, el estratega de Trump acusado de promover a la “alt-right”. Las idas y venidas en los nombramientos y despidos en el gabinete norteamericano ya parece una constante, y abre preguntas sobre la capacidad real de Trump de llevar a término su plan de gobierno.