Por Damián Szvalb / @DamianSz.
Pocos días después de haberse cumplido un año de su triunfo electoral, Donald Trump tiene algo de que enorgullecerse: en estos primeros 10 meses ha sido fiel a sus promesas de campaña. Como pocas veces lo pueden hacer quienes llegan a presidente, él puede decir sin temor a que alguien lo desmienta, que no ha defraudado a quienes lo votaron. Quizás éste sea entonces el mayor mérito de Trump desde que asumió en enero de este año y sin duda se trata de una decisión estratégica: mantener la lealtad con su electorado es su principal fuente de gobernabilidad. Su supervivencia en el cargo depende, más que de ninguna otra cosa, de que aquellos que confiaron en él lo sigan haciendo.
Sin embargo, una percepción de extremada fragilidad acompaña los días de Trump en la Casa Blanca. Su debilidad política frente al establishment washingtoneano, la pésima relación con su Partido que ya nadie esconde y el rechazo visceral de los demócratas a su forma de hacer política conforman la arena movediza sobre la que Trump debe gobernar. Como si fuera poco, la justicia lo acecha. Si bien se transformó en un especialista en derribar pronósticos adversos, algunos casos en los que está siendo investigado, el Rusiagate por ejemplo, son de extrema gravedad al punto que podrían desestabilizar a su gobierno. Hay que tener en cuenta que Trump nunca se preocupó por construir una red de protección política dentro de su propio Partido, y mucho menos con los demócratas, que le permita amortiguar iniciativas en su contra, como un juicio político.
En este contexto, es esperable que Trump busque consolidar esta estrategia de avanzar con la agenda de campaña por más que algunas medidas prometidas parezcan imposibles de cumplir. En los últimos días esto quedó claro con la embestida sobre su ex rival demócrata Hillary Clinton a quien le dijo, durante uno de los debates presidenciales, que iba a terminar presa si él ganaba la elección. El fiscal general de Estados Unidos, Jeff Sessions, designaría a un fiscal especial que inicie una investigación sobre asuntos relacionados con la ex candidata demócrata. La investigación incluiría irregularidades de la Fundación Clinton y el controvertido acuerdo con Rusia para enriquecer uranio que Estados Unidos firmó en 2010, mientras Clinton era secretaria de Estado. Se trataría de un gravísimo caso de conflicto de intereses. «Es una suerte que ninguna persona con el temperamento de Donald Trump sea quien se ocupa de las leyes en este país” le había dicho Clinton durante el segundo debate presidencial en octubre del año pasado. Trump redobló la apuesta al instante: «Desde luego, porque estarías en la cárcel”. Otra promesa de campaña en marcha.
Al mismo tiempo, esto le puede servir a Trump para tapar, o al menos compensar, su delicada situación en el Rusiagate. Fueron varias las oportunidades en las que Trump criticó de forma vehemente a su propio aparato de Justicia por la investigación que su esquipo de campaña, y muy cercanos asesores, enfrentan por supuestos nexos con Rusia, mientras los demócratas salen impunes de estas presuntas irregularidades cometidas por Clinton.
Durante estos primeros meses, Trump intentó, con más fracasos que éxitos, destrozar el legado de Obama. Pero la calle trumpeana reconoce igual esos esfuerzos. Algunas cosas le resultaron más fáciles, más allá de las consecuencias que esas decisiones pueden tener en el mediano plazo para Estados Unidos y para el mundo.
La oposición al libre comercio fue una de las banderas electorales de Trump. El presidente prometió retirar a Estados Unidos del tratado con los países del Pacífico (conocido como TPP por sus siglas en inglés) y renegociar el pacto con Canadá y México (NAFTA). El ex magnate cumplió ambas promesas. También pateó el tablero en la cruzada internacional contra el cambio climático y retiró a su país del Acuerdo de Paris. La industria del carbón agradecida.
Trump no dudó en dejar en claro que quiere eliminar el acuerdo nuclear con Irán. «Es el peor acuerdo del mundo”, sigue repitiendo, al igual que durante la campaña. Aunque en este tema, sus primeros pasos fueron vacilantes, hace un mes decidió no certificar el acuerdo, como establece la ley. El gobierno debe comunicar al Congreso cada 90 días si Irán cumple las condiciones del pacto. Ahora la pelota la tienen los legisladores.
Su promesa de terminar el muro fronterizo con México avanza, aunque lentamente. En campaña Trump prometió deportar a los 11 millones de indocumentados que se calcula que viven en Estados Unidos. Después bajó la cifra y dijo que planeaba deportar, de forma «inminente», a cerca de 3 millones que tenían antecedentes delictivos. Cumplió esa promesa al firmar un decreto que abría la puerta a las deportaciones masivas, al «limitar extremadamente» las excepciones a las expulsiones y dar más poder los agentes de inmigración. Pero no se quedó ahí: Trump fue por más. Puso fin a un programa que Obama promovió en 2012 para frenar la deportación de unos 800.000 jóvenes indocumentados que llegaron a Estados Unidos de chicos y a los que se conoce como “dreamers». El Congreso es el que tiene que aprobar una ley que termine de regularizar su estatus.
Con respecto a la lucha contra el terrorismo, Trump se esforzó en campaña por vincular a todos los musulmanes con esa amenaza. Un mensaje calcado del que usa la extrema derecha europea para ganar cada vez más espacio en el debate político. Más allá de lo discursivo, apenas asumió intentó prohibir la entrada de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana. En este caso fue la Justicia quien se lo frenó. Seguirá insistiendo.
Tampoco pudo destruir, por más esfuerzo que haya hecho, el Obamacare”. Se frustró en varias oportunidades, sobre todo en el Congreso, por los desacuerdos en el seno de su propio Partido Republicano. Trump no se rinde y buscará mecanismos legales para tirar abajo este emblema de la gestión Obama que le asegura cobertura a 20 millones de personas.
En política internacional es quizás donde más se alejó de su promesa de no involucrar a Estados Unidos en causas costosas en términos militares, políticos y sobre todo económicos. Sin embargo, cuando ordenó bombardear una base militar en Siria, en medio de denuncias por el uso de armas químicas por parte del régimen de Al Asad sostenido por Rusia e irán, logró un reconocimiento que ni él mismo esperaba. Dentro y fuera de Estados Unidos vieron con buenos ojos el mensaje hacia Vladimir Putin, quien hasta ese momento hacía y deshacía a gusto en el conflicto sirio. Se dio cuenta que la promesa de recuperar la grandeza de Estados Unidos también puede pasar por ponerle límites a quienes Estado Unidos considera que amenazan la seguridad internacional. Sus rounds con el líder norcoreano Kim Jong-Un cruzándose amenazas cada vez más fuertes tienen que ver con eso. Trump parece disfrutarlos.
Al igual que en la campaña, Trump está demostrando que sabe elegir qué teclas tocar para sobrevivir en la cima del poder en medio de la desconfianza y el rechazo de propios y extraños. No puede confiar en su propio partido, que ya ha demostrado que no lo quiere y siempre parece agazapado esperando el momento oportuno para quitarle todo el respaldo. Pero mientras la calle siga creyendo en Trump, no les será fácil.
Las elecciones de medio término se aproximan y Trump confía que el crecimiento económico, quizás el único legado de Obama del que no se queja, le servirá como base para mantenerse competitivo. Pensar en la reelección ahora es demasiado temprano, sobre todo para un líder que se acostumbró a que lo subestimen y que no se cansa de demostrar una enorme capacidad para reconocer qué atajo tomar cuando al mirar para adelante todos ven el final de su hasta ahora corta pero sorprendente vida política.