Por Carlos Segalis.
Un reciente informe de la organización humanitaria internacional Médicos Sin Fronteras (MSF) reveló que en el lapso de un mes -entre el 25 de agosto y el 24 de septiembre-, al menos 9.000 rohingyas murieron en el estado de Rakhine en Myanmar. De todas estas muertes, el 71,7 por ciento habrían sido causadas por la violencia, por lo que al menos 6.700 rohingyas, en las estimaciones más conservadoras, murieron asesinados. Entre ellos, habría al menos 730 menores de 5 años.
Estos alarmantes datos surgen de encuestas realizadas por MSF en campos de refugiados en Bangladesh, país fronterizo con Myanmar hacia donde se dirigieron en masa los rohingyas que escapaban de la violencia que comenzó el 25 de agosto cuando las fuerzas armadas, la policía y las milicias locales lanzaron “operaciones de limpieza” en Rakhine, en respuesta a los ataques de los militantes islamistas del Ejército de Salvación Rohingya Arakan. Se calcula que en total fueron más de 647 mil los miembros de este grupo étnico musulmán que huyeron hacia el oeste.
Según relató Sidney Wong, director médico de MSF, para desarrollar estas “encuestas de mortalidad retrospectivas”, se reunieron y hablaron “con sobrevivientes de violencia en Myanmar, que ahora se están refugiando hacinados en campos insalubres en Bangladesh. Lo que descubrimos fue impactante, tanto por el enorme número de personas que informaron de que uno o más miembros de su familia habían muerto como resultado de la violencia, como por las formas horribles en que relataron que habían sido asesinados”.
Efectivamente, según informa la organización, el 69 por ciento de las muertes relacionadas con la violencia fueron por disparos de arma de fuego, mientras que un 9 por ciento fueron quemados vivos en sus casas y el 5 por ciento golpeado hasta morir. Entre los menores de 5 años, más del 59 por ciento de los asesinados durante ese período fueron por disparos, el 15 por ciento quemados vivos en su hogar, el 7 por ciento golpeados hasta la muerte y el 2 por ciento murieron debido a explosiones de minas terrestres.
Dado este precedente, ¿pueden acaso los rohingyas pensar en volver a sus hogares? A finales de noviembre, los gobiernos de Myanmar y Bangladesh firmaron un acuerdo para el regreso de los rohingyas y se estaba a la espera de que el segundo Estado compilara una lista de refugiados que desean volver de forma voluntaria. Myanmar tiene la intención de verificar cada solicitud para establecer si un refugiado es elegible para la repatriación, y solicitará copias de documentos de identidad y papeles que certifiquen la dirección de su residencia en Myanmar.
Frente a estas novedades, podría creerse que se trata de una decisión política por parte de dos gobiernos que avanzan hacia una resolución compartida de una crisis de refugiados muy grave, que los puso en el centro de la escena mundial y que se encontraría en vías de resolverse. “Pero el acuerdo es un gesto político vacío”, aseguró categóricamente en una nota del New York Times Azeem Ibrahim, un miembro senior del Center for Global Policy y autor de “Los rohingyas: Dentro del genocidio oculto de Myanmar”.
Entre las críticas de Ibrahim se destacan, por un lado, el hecho de que el proceso de verificación de Myanmar para que un refugiado regrese no es transparente: los sucesivos gobiernos militares en dicho país se caracterizaron por tener una política consistente en retener la documentación oficial de los rohingyas o de incautar y destruir la poca documentación que tenían. Como resultado, la mayoría de los rohingyas en Myanmar no tiene documentación oficial –lo que revela una política activa de denegación de la ciudadanía-.
Por otro lado, resulta irrisorio pensar que quiénes escaparon de la violencia extrema se habrían dado “el lujo del tiempo y la seguridad para buscar sus documentos antes del éxodo”, explica Ibrahim. Asimismo, el acuerdo entre Bangladesh y Myanmar especifica que los refugiados deberían volver a sus hogares y propiedades, lo que también resulta altamente improbable, dado que numerosos poblados rohingyas fueron quemados y sus vecinos –mayoritariamente budistas- han arrebatado gran parte de su ganado y sus tierras.
Como contrapartida, Myanmar anunció que construiría campamentos para algunos de los retornados, recibiendo de a 300 refugiados por día –un ritmo que necesitaría más de cinco años y medio para permitir el regreso de los más de 600 mil rohingyas en el exilio-. No obstante, vale preguntarse por qué un rohingya preferiría cambiar un campo de refugiados en un país relativamente seguro por un campo de refugiados en un país intensamente hostil, y depender de la seguridad de las mismas personas que mataron a sus familias y quemaron sus aldeas.
En todos los casos, lo que resulta uno de los puntos centrales de discusión es el status legal de esta minoría musulmana. Sin ciudadanía ni igualdad frente a la ley, y privados de sus derechos humanos básicos, las garantías para un hipotético regreso no están dadas –por más que así quieran fingirlo las autoridades a ambos lados de la frontera-, menos aún si este esquema habilita a tratarlos como “inmigrantes de Bangladesh”, una frase que sus perseguidores siempre usaron para describirlos.
Lo que resulta preocupante es que ni a las autoridades de Bangladesh ni de Myanmar les importa realmente la situación en términos humanitarios –y cabe preguntarse si a alguna otra nación en el mundo-. Los primeros “consideran a los rohingyas como una carga financiera para su empobrecido país y una potencial amenaza a la seguridad” por lo que han “tratado de mantener a los refugiados rohingya en campos aislados del resto de la sociedad para señalar que no están destinados a vivir allí para siempre”, explica Ibrahim.
Para los segundos -el gobierno civil de Myanmar y su líder, la Premio Nobel de la Paz Daw Aung San Suu Kyi-, el acuerdo “es un ejercicio de relaciones públicas para evitar la condena internacional”, afirma este mismo autor. Y adicionalmente, sin el apoyo de los líderes militares –algo que los medios internacionales reportan cada vez más frecuentemenre- Aung San Suu Kyi no puede evitar que el ejército asalte a los rohingyas. Incluso con las mejores intenciones, la seguridad de los repatriados no está garantizada. Y su vida continúa en peligro.
Recientemente, el Papa Francisco culminó una visita a la región del conflicto con un encuentro en Bangladesh con 16 refugiados rohingyas. Allí dijo que “la presencia de Dios también se llama rohingya”, marcando el primer momento en el que llamó a esta minoría por su nombre (algo que había eludido hacer en su paso por Myanmar). Finalmente, les pidió perdón “por la indiferencia mundial”. Según relataron las crónicas periodísticas, al escuchar estas palabras los refugiados se echaron a llorar.