Más allá de las consecuencias lógicas que cualquier bombardeo puede dejar, en el plano de la política internacional la lectura principal que puede hacerse del bombardeo de Estados Unidos a Siria es que Donald Trump decidió quebrar su frágil idilio con Vladimir Putin.
Putin es el mayor defensor (acaso el único relevante) de Bashar Al Asad, el polémico presidente sirio que aparentemente atacó el norte de su propio país con armas químicas en la guerra que mantiene con rebeldes. Trump, hasta ahora ausente del conflicto, como su antecesor Obama, se puso del lado de la ONU, Gran Bretaña y Francia. Pero también se puso del lado de Turquía, país aliado a Rusia pero ferozmente opuesto a Siria.
«No puede haber controversia sobre el hecho de que Siria utilizó armas químicas prohibidas, violó sus compromisos ante la Convención contra Armas Químicas e ignoró las advertencias del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas», afirmó Trump, en una declaración más propia de Obama que de él. Desde Rusia, fuentes oficiales respondieron condenando el hecho y sugiriendo complicidad de Estados Unidos con los rebeldes: “los misiles crucero rusos golpean a los terroristas, los misiles estadounidenses atacan a fuerzas del gobierno que lideran la lucha contra los terroristas».
Con esta decisión, Trump hizo volar por el aire su afinidad con Putin, más forzada y mutuamente conveniente que genuina. ¿Qué esperar? Una nueva etapa de conflicto entre Rusia y Estados Unidos.