Por Carlos Segalis.
Esta semana el Ministerio de Comercio de China emitió una orden que otorgó 120 días a las empresas norcoreanas (o que contaran con capitales de ese país) para que finalizaran sus operaciones en territorio chino. Se trató de un acatamiento directo de las sanciones promulgadas por la ONU el 12 de septiembre en respuesta a las últimas pruebas de misiles nucleares de Pyongyang, que no obstante parece resuelto a seguir avanzando con su plan armamentístico.
Esta actitud por parte de China planteó una novedad en la arena internacional: de forma categórica, el principal socio comercial y político de Corea del Norte –entre un 80 y 90 por ciento del comercio de Pyongyang corresponde al intercambio con Pekín- comenzó a alinearse con la estrategia del Consejo de Seguridad de la ONU para detener el desarrollo nuclear del régimen liderado por Kim Jong-un.
Pero, ¿qué ha cambiado? Max Bacus, el embajador estadounidense en China hasta enero de 2017, declaró esta semana a The Economist que ya le resultaba evidente durante su misión diplomática el “disgusto” que Kim Jong-un le producía al presidente chino, Xi Jinping. La imprudente búsqueda de armas nucleares y misiles por parte del régimen –incluyendo la amenaza a otros continentes- era uno de los temas más frustrantes para el mandatario chino, recuerda Bacus.
La paciencia con Kim Jong-un por parte de su principal respaldo parece haberse acabado, y esto también ha generado una inédita confluencia de China con la postura estadounidense de avanzar a fondo con las sanciones y la presión diplomática para detener el plan nuclear norcoreano. También, debe decirse, influyó la presión del Tesoro Americano de aplicar sanciones a bancos chinos que siguieran comerciando con el régimen.
Por otro lado, en el campo académico chino se está hablando, por primera vez, del escenario posterior a la caída del régimen norcoreano –un verdadero tabú durante años-, y se está sugiriendo que China, EE.UU. y Corea del Sur deberían discutir planes de contingencia para los flujos de refugiados y decidir qué tropas deberían asegurar las armas o el material nuclear “suelto” antes de que éste caiga en el mercado negro.
Estados Unidos y China, sin embargo, continúan evaluando críticamente la actitud del otro. Los oficiales norteamericanos han acusado a China de impedir la aprobación de sanciones más fuertes –y lapidarias-, como podría ser un embargo petrolero. Los chinos, por su parte, critican a EE.UU. por no hacer la más mínima concesión a la postura norcoreana, que reclama una desmilitarización mayor de la región y el fin de los ejercicios militares con Corea del Sur y Japón.
Lo que resulta evidente es que al luchar contra la proliferación de las armas más mortíferas, las sanciones están siempre en una carrera con la tecnología. Y, a pesar de los sufrimientos que pueda enfrentar, el régimen de Kim Jong-un no parece dispuesto a detener su plan nuclear y misilístico, incluso si eso implica verse obligado a “comer hierba”, como aseguró el presidente ruso Vladimir Putin.
En todos los casos, si Corea del Norte consigue convertirse en un país nuclear, las consecuencias para la no-proliferación podrían ser catastróficas: aumentaría la militarización norteamericana en Corea del Sur –incluso con bombas nucleares tácticas-, el régimen podría vender material nuclear como fuente de ingresos, Japón podría sentirse obligado a construir armas nucleares, China aumentaría su arsenal, y esto a su vez podría motivar a India y Pakistán a aumentar sus dotaciones armamentísticas.
El escenario a futuro, en este sentido, podría ser dantesco, y los liderazgos estadounidense y chino parecen finalmente haberse unido en el intento por evitarlo. Pero ya podría ser demasiado tarde.